Una excursión a Catalanes y Roque Negro, por Leoncio Rodríguez

059. Camino de Roque Negro

Carretera de San Andrés, en la desembocadura de Valleseco… La expedición tarda en organizarse porque a los Jinetes se los disputan los arrieros, divididos en dos bandos antagónicos: de San Andrés y Santa Cruz, unos y otros deseosos de llevarse la palma de la victoria.

—¡Móntese usted en «Perico»!—dice uno.
—¡En el «Tordo» va más seguro!—replica otro.

Y así, sucesivamente, en pintoresca disputa, hasta que decidimos optar por «Perico», que según nos dicen era de más uso urbano que rústico, por lo que le suponemos bastante familiarizado con la gente del pueblo. Jinetes, pues, en nuestro rucio damos comienzo a la accidentada marcha. La comitiva se fracciona en el camino porque algunos jumentos se quedan rezagados en la penosa ascensión que tienen que hacer hasta ganar la cumbre.

Los de San Andrés se han adelantado bastante, y esto inquieta a los arrieros de Santa Cruz, que no cesan de aguijar las bestias, a los gritos sacramentales de ¡Arriba, «Perico»! ¡Arriba, «Cordera»! ¡Arriba, «Tordo»!. Pero los animales apenas pueden con sus huesos, y algunos, un tanto reacios, se detienen en el primer llano que encuentran, donde hemos de aguardar a que termine el pugilato de rebuznos, que resuenan en prolongados ecos al fondo de los barrancos.

Llegamos a las alturas, después de pasar por el sifón de Valleseco. El sol comienza a dorar los filos de las montañas, y desde el fondo de los valles aprisionados entre largas hileras de riscos, sube hasta nosotros un penetrante aroma de plantas silvestres. Tras un breve descanso continuamos la marcha hacia Catalanes, y ya al pie de la montaña percibimos el rumor de las aguas que se deslizan por la vertiente del barranco próximo, bordeado de huertas de ñameras y maizales, que destacan su lozanía y su verdor entre viejas cercas de piedras.

Dentro, en el túnel, el ruido de las perforadoras se mezcla con el rechinar de las piedras, los gritos de los trabajadores y el ir y venir de las vagonetas. Se nos invita a penetrar en la galería, pero antes hemos de proveernos de sendas botas de aguas, un traje impermeable y un capuchón que nos cubre hasta las orejas. El aspecto que ofrecemos debe ser bastante estrafalario, pues los compañeros de expedición no disimulan sus risas.

Hasta los doscientos metros el camino nos parece de perlas. Entre el denso cortinaje de las sombras, al tintineo de las aguas que brotan por los intersticios de las rocas, parece que van danzando los gnomos delante de nosotros. Y hemos de acelerar el paso porque el aluvión crece por instantes.

Al fondo, aumenta el ruido de las perforadoras, el crugir de hierros y de piedras y el griterío de la colmena humana que se agita entre las negruras del túnel. Cuando las perforadoras cesan de funcionar vuelve a percibirse el «tic-tac» acelerado del agua que brota del techo como espesa lluvia, o surge de las paredes y el piso de la galería, en incesantes surtidores.

Emprendemos el retorno con bastante prisa, porque la humedad comienza a hacernos sentir sus efectos. Cerca ya de la boca del túnel, nos desviamos hacia un lado para dar paso a una vagoneta que desaparece en veloz carrera. Sobre ella, tendido en una plancha metálica, vemos un bulto totalmente forrado en telas. La vagoneta se desliza rápida hacia el fondo, llevándose el extraño envoltorio. Cuando salimos de la galería, nos enteramos de que en aquella vagoneta viajaba con su máquina fotográfica un compañero de expedición. Había creído que iba a naufragar entre tanta agua, y procuró pasar el túnel con las mayores garantías posibles.

Desde Catalanes hasta el sitio llamado «Los Pájaros», en la cumbre, la jornada se hace por demás lenta y fatigosa. Nuestras cabalgaduras, rendidas de cansancio, ascienden penosamente por la estrecha vereda. «Perico», que en esta cuesta ha puesto a prueba todos sus arrestos, se detiene de pronto para meter el hocico entre un brezo, en busca de sombra. El arriero le hace desistir de sus deseos, y el pobre animal continúa la fatigosa subida con estoica resignación…

Llegamos por fin a lo alto de la montaña, y, tras un pequeño descanso, proseguimos hacia Roque Negro, ahora por la suave pendiente del camino que conduce al fondo del Valle. Una completa mutación se ha operado en el paisaje. A los sombríos picachos de Valleseco y Catalanes—aquellos enormes puerco-espines, erizados de pitas y cardones—ha sucedido esta perspectiva alegre de Roque Negro, cubierto de verdura, revestido de musgos y ñameras, con sus chozas escalonadas en la montaña, todo en un silencio sosegado y tranquilo, como un paisaje bíblico, como un pequeño portal de
Belén…

Ya al fondo del Valle, penetramos también en el túnel que se abre al pie de la montaña. Como en Catalanes, el precioso líquido fluye de las grietas de la galería en incesantes filtraciones. Y fué tal, nos dicen, la abundancia de agua al comienzo de la exploración, que hubo que suspender los trabajos porque la vida de los obreros peligraba.

Uno de éstos, que nos acompaña en la visita al túnel, nos refiere en estos términos su impresión:

Nos encontrábamos «esgalichando» cuando se nos ocurrió dar un «zamarriazo» en el risco. Abrióse un boquete en la piedra, y fue tal el «chingo» de agua que saltó, que caímos rodando por el suelo. ¡Aquello, más que un «chingo», parecía un «vulcán»!

Aquel brazo de agua que entonces tanto aterrorizó a los obreros, ahora no es más que un pequeño surtidor, casi a ras del suelo de la galería, que recuerda aún al visitante el suceso famoso.

Apresuramos la partida, porque el tiempo se nos iba haciendo escaso, y a trepar de nuevo por los vericuetos de la montaña. Otra subida larga y penosa. Otra odisea para las pobres cabalgaduras. Atrás van quedando las tierras húmedas del Valle, revestidas de musgos y ñameras; las chozas humildes, escalonadas en la loma como un paisaje bíblico, como un pequeño portal de Belén…

Arriba, dominando las cordilleras, con su morro casi escondido entre las nubes, apenas se divisa el Roque Negro…

Leoncio Rodríguez

Estampas tinerfeñas

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