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Sabino Berthelot en Taganana

Sabin_Berthelot_-_Naturforscher

Durante dos horas anduvimos por las cimas de estos elevados montes mientras nos dirigíamos a los acantilados de Anaga por un camino de cornisa que alternativamente nos llevaba a una o a otra vertiente. Algunas veces nos vimos obligados a salvar los andenes de la montaña en parajes donde el saliente no ofrecía más que un estrecho paso bordeado de precipicios. Desde estas cimas se abarca un dilatado horizonte. De un lado descubríamos la bahía de Santa Cruz, los grandes barrancos del Bufadero y San Andrés, los riscos descarnados y las mil asperezas de esta parte de la isla. Por la otra banda, dominábamos los pintorescos valles del Norte y nuestros ojos volvían a descansar sobre una naturaleza más jugosa.

Y así fue como, mientras admirábamos paisajes de tanta belleza por sus contrastes, nos acercamos a Taganana, pueblo situado en la vertiente septentrional, a un cuarto de legua del mar. Descendimos por un camino tortuoso trazado dentro del bosque, pues por este lado los flancos de la montaña están cubiertos de vegetación semejante a la de las Mercedes y zonas limítrofes. Llegamos al pequeño valle y bajamos al pueblo que la espesura nos había ocultado hasta entonces. El relieve es accidentado, desigual, los altozanos están coronados por chozas y casitas, y entre ellos, barrancos que separan los grupos de viviendas. El terreno es fértil y está regado por pequeñas corrientes de agua; aquí, bosquetes, huertas, cultivos; allá, riscos y vegetación silvestre. Tal era el paisaje que se extendía ante nosotros, y que ninguna descripción alcanzaría a reproducir.

Nos indican la casa del viejo Manrique, alcalde del lugar, a quien yo iba recomendado por un amigo mío de La Laguna. Nos recibe muy solícito y, al enterarse que soy francés me aprieta la mano efusivamente. Y es que el viejo Manrique había hecho la campaña durante la Guerra de la Independencia. “Yo serví en el batallón de Canarias – comienza diciendo al tiempo que se yergue, como para darse importancia-: formamos la vanguardia de la División Lacy, y Wellington nos incorporó a su ejército. Yo era cabo. He visitado muchos países, pero Francia vale por todos, se lo aseguro. Fui conducido a Francia después de haber sido hecho prisionero en la batalla de Albuera, y nos concentraron en Macon, a las orillas del Ródano. ¡Válgame Dios, qué tierra¡”.

El viejo Manrique me contempla sorprendido sin acabar de comprender que se pueda dejar la bella Francia (la que todavía despertaba sus recuerdos) para venir a aislarse entre estas montañas. Sus viajes ultramarinos le daban cierto prestigio entre sus convecinos. Administraba justicia con imparcialidad y aportaba al ejercicio de su cargo ese rigor de servicio que lo había distinguido bajo las banderas. El anciano alcalde nos instaló en su casa y nos agasajó durante los dos días que empleamos en recorrer los alrededores.

Al día siguiente de nuestra llegada a Taganana, Manrique quiso servirnos de guía. En primer lugar nos llevó a la Plaza de los Álamos para que visitáramos la parroquia, de la que estaba tan orgulloso como el cura. Una especie de sacerdotisa, a la que llamaban “la sacristana”, nos introdujo en el templo, que encontramos arreglado con gusto. Los árboles de por allí habían sido puestos a contribución para decorar el interior; todo el maderamen, de buena carpintería, era de madera de mocán. “Un prisionero francés es el que ha hecho este trabajo –nos dice el alcalde-: nuestros bosques le han ofrecido los materiales”.

Al salir de la Iglesia cruzamos varios barrancos y subimos a un altozano para gozar de la vista del valle. Taganana está rodeada de agudos picachos y de montes amenazantes: podría ofrecer motivos sobrados para llenar un álbum. La vegetación que tapiza las laderas de las montañas embellece todavía más la perspectiva. Del centro del angosto valle se levantan dos monolitos de lava, monumentos gigantescos que los volcanes han levantado como testimonio de su poder (Los Roques de las Ánimas y Enmedio).

Haría falta una mano maestra para llevar al lienzo cuadro tan impresionante. ¿Qué hacen tantos artistas en París esforzándose vanamente ante cuadros pintados por encargo? Que crucen los mares, y en menos de un mes se resarcirán de sus sacrificios frente a esta grandiosa naturaleza, frente a estos señores macizos, a estas rocas comidas por el tiempo que se destacan sobre un cielo luminoso y proyectan a lo lejos sus largas sombras: que vengan a contemplar esta escarpada costa, recortada por pequeños caletones, erizada de arrefices, accidentada por acantilados en los que truena la ola y se deshace en un eco prolongado. A cada paso, a cada revuelta, un espectáculo nuevo, efectos de luz que se entrecruzan y deslumbran, parajes intocados, perspectivas cambiantes en tonalidades y formas.

Nuestra excursión se prolongó hasta el atardecer. Pero quiero hacer gracia de todos aquellos detalles que pudieran cansar al lector. Suprimo la descripción de rocas y de plantas, el regreso al alojamiento, la excelente cena del alcalde, la velada, hasta llegar a esta nota que figura en el diario de viaje: “El viejo Manrique comprende que tenemos necesidad de descanso y nos desea buenas noches”.

¡En marcha¡ ¡En marcha¡ Aprovechemos el fresco de la mañana: el día promete ser caluroso ¡Vamos, en pie, hay que partir¡” Es mi compañero el que de tal forma me despierta. Me visto deprisa. El viejo Manrique ya está en pie, llenando de provisiones las alforjas del guía que nos ha buscado. Terminados los preparativos de la partida nos despedimos del alcalde, que recibe nuestro adiós con pesar. ¡Gran persona¡

Sabino Berthelot (1820-1830)

Una excursión a Catalanes y Roque Negro, por Leoncio Rodríguez

059. Camino de Roque Negro

Carretera de San Andrés, en la desembocadura de Valleseco… La expedición tarda en organizarse porque a los Jinetes se los disputan los arrieros, divididos en dos bandos antagónicos: de San Andrés y Santa Cruz, unos y otros deseosos de llevarse la palma de la victoria.

—¡Móntese usted en «Perico»!—dice uno.
—¡En el «Tordo» va más seguro!—replica otro.

Y así, sucesivamente, en pintoresca disputa, hasta que decidimos optar por «Perico», que según nos dicen era de más uso urbano que rústico, por lo que le suponemos bastante familiarizado con la gente del pueblo. Jinetes, pues, en nuestro rucio damos comienzo a la accidentada marcha. La comitiva se fracciona en el camino porque algunos jumentos se quedan rezagados en la penosa ascensión que tienen que hacer hasta ganar la cumbre.

Los de San Andrés se han adelantado bastante, y esto inquieta a los arrieros de Santa Cruz, que no cesan de aguijar las bestias, a los gritos sacramentales de ¡Arriba, «Perico»! ¡Arriba, «Cordera»! ¡Arriba, «Tordo»!. Pero los animales apenas pueden con sus huesos, y algunos, un tanto reacios, se detienen en el primer llano que encuentran, donde hemos de aguardar a que termine el pugilato de rebuznos, que resuenan en prolongados ecos al fondo de los barrancos.

Llegamos a las alturas, después de pasar por el sifón de Valleseco. El sol comienza a dorar los filos de las montañas, y desde el fondo de los valles aprisionados entre largas hileras de riscos, sube hasta nosotros un penetrante aroma de plantas silvestres. Tras un breve descanso continuamos la marcha hacia Catalanes, y ya al pie de la montaña percibimos el rumor de las aguas que se deslizan por la vertiente del barranco próximo, bordeado de huertas de ñameras y maizales, que destacan su lozanía y su verdor entre viejas cercas de piedras.

Dentro, en el túnel, el ruido de las perforadoras se mezcla con el rechinar de las piedras, los gritos de los trabajadores y el ir y venir de las vagonetas. Se nos invita a penetrar en la galería, pero antes hemos de proveernos de sendas botas de aguas, un traje impermeable y un capuchón que nos cubre hasta las orejas. El aspecto que ofrecemos debe ser bastante estrafalario, pues los compañeros de expedición no disimulan sus risas.

Hasta los doscientos metros el camino nos parece de perlas. Entre el denso cortinaje de las sombras, al tintineo de las aguas que brotan por los intersticios de las rocas, parece que van danzando los gnomos delante de nosotros. Y hemos de acelerar el paso porque el aluvión crece por instantes.

Al fondo, aumenta el ruido de las perforadoras, el crugir de hierros y de piedras y el griterío de la colmena humana que se agita entre las negruras del túnel. Cuando las perforadoras cesan de funcionar vuelve a percibirse el «tic-tac» acelerado del agua que brota del techo como espesa lluvia, o surge de las paredes y el piso de la galería, en incesantes surtidores.

Emprendemos el retorno con bastante prisa, porque la humedad comienza a hacernos sentir sus efectos. Cerca ya de la boca del túnel, nos desviamos hacia un lado para dar paso a una vagoneta que desaparece en veloz carrera. Sobre ella, tendido en una plancha metálica, vemos un bulto totalmente forrado en telas. La vagoneta se desliza rápida hacia el fondo, llevándose el extraño envoltorio. Cuando salimos de la galería, nos enteramos de que en aquella vagoneta viajaba con su máquina fotográfica un compañero de expedición. Había creído que iba a naufragar entre tanta agua, y procuró pasar el túnel con las mayores garantías posibles.

Desde Catalanes hasta el sitio llamado «Los Pájaros», en la cumbre, la jornada se hace por demás lenta y fatigosa. Nuestras cabalgaduras, rendidas de cansancio, ascienden penosamente por la estrecha vereda. «Perico», que en esta cuesta ha puesto a prueba todos sus arrestos, se detiene de pronto para meter el hocico entre un brezo, en busca de sombra. El arriero le hace desistir de sus deseos, y el pobre animal continúa la fatigosa subida con estoica resignación…

Llegamos por fin a lo alto de la montaña, y, tras un pequeño descanso, proseguimos hacia Roque Negro, ahora por la suave pendiente del camino que conduce al fondo del Valle. Una completa mutación se ha operado en el paisaje. A los sombríos picachos de Valleseco y Catalanes—aquellos enormes puerco-espines, erizados de pitas y cardones—ha sucedido esta perspectiva alegre de Roque Negro, cubierto de verdura, revestido de musgos y ñameras, con sus chozas escalonadas en la montaña, todo en un silencio sosegado y tranquilo, como un paisaje bíblico, como un pequeño portal de
Belén…

Ya al fondo del Valle, penetramos también en el túnel que se abre al pie de la montaña. Como en Catalanes, el precioso líquido fluye de las grietas de la galería en incesantes filtraciones. Y fué tal, nos dicen, la abundancia de agua al comienzo de la exploración, que hubo que suspender los trabajos porque la vida de los obreros peligraba.

Uno de éstos, que nos acompaña en la visita al túnel, nos refiere en estos términos su impresión:

Nos encontrábamos «esgalichando» cuando se nos ocurrió dar un «zamarriazo» en el risco. Abrióse un boquete en la piedra, y fue tal el «chingo» de agua que saltó, que caímos rodando por el suelo. ¡Aquello, más que un «chingo», parecía un «vulcán»!

Aquel brazo de agua que entonces tanto aterrorizó a los obreros, ahora no es más que un pequeño surtidor, casi a ras del suelo de la galería, que recuerda aún al visitante el suceso famoso.

Apresuramos la partida, porque el tiempo se nos iba haciendo escaso, y a trepar de nuevo por los vericuetos de la montaña. Otra subida larga y penosa. Otra odisea para las pobres cabalgaduras. Atrás van quedando las tierras húmedas del Valle, revestidas de musgos y ñameras; las chozas humildes, escalonadas en la loma como un paisaje bíblico, como un pequeño portal de Belén…

Arriba, dominando las cordilleras, con su morro casi escondido entre las nubes, apenas se divisa el Roque Negro…

Leoncio Rodríguez

Estampas tinerfeñas